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Villanueva de Gumiel reinventa las Marzas

La Asociación Cultural La Cardosa celebra esta tradición milenaria con un vídeo en el que, en tiempo récord, lograron la participación de 118 villanovenses repartidos por distintos puntos de España. Ni el coronavirus ni tampoco las restricciones para frenar los contagios pudieron con la ilusión de entonar unos cánticos muy arraigados.

 

«Para cantar las Marzas por separado, licencia tenemos desde la distancia del señor alcalde y del Ayuntamiento». Así comienzan las Marzas más singulares que se han cantado en Villanueva de Gumiel en las últimas décadas. La pandemia de coronavirus obligó a la Asociación Cultural La Cardosa a reinventarse si no querían dejar en blanco esta tradición. Y vaya si lo hicieron. En apenas cinco días consiguieron involucrar a 118 villanovenses. Por separado. Desde la distancia. Pero con la misma ilusión.

La mecánica fue sencilla. Cada uno de los participantes recibió por WhatsApp una estrofa. Después se grabaron un vídeo cantando. Lo mandaron de vuelta y la propia asociación se encargó de realizar el montaje con los 47 fragmentos que componen los cánticos, muy arraigados en Villanueva de Gumiel.

«La respuesta fue muy buena. De hecho, sólo quedó una estrofa pendiente», cuenta Iván Nebreda, impulsor de la iniciativa, recordando que hace muchos años «los solteros se encargaban de cantar las Marzas e iban pidiendo por las casas». Unos les daban dos reales. Otros, un huevo. Los más jóvenes tenían que pagar una peseta para que les dejaran sumarse. Así las cosas, con los reales y las pesetas que juntaban, compraban escabeche, que merendaban con huevos cocidos. Según Nebreda, a los vecinos que no habían colaborado, les tiraban las cáscaras a la puerta de casa, de forma que todo el pueblo sabía quiénes no habían participado.

Hoy la tradición ha cambiado mucho. No sólo por el hecho de haberse celebrado de forma online. También por la implicación de distintas generaciones. En el vídeo aparecen varios niños entonando los cánticos. Con sus padres. Con sus abuelos. Grupos de amigos. Todos volcados en mantener esta tradición.

Si algo bueno han conseguido las nuevas tecnologías con estas Marzas online es que han podido participar personas que, de otro modo, hubiera sido muy complicado. Entre ellas, Nebreda destaca que una chica que vive en Antequera (Málaga) le contactó para que le asignara una estrofa ya que su madre es de Villanueva de Gumiel. «Ahora vive en una residencia, fueron a visitarla y le grabaron cantando», explica. No es una única historia emotiva que esconde el vídeo. También hay quienes salieron del pueblo con seis años y aún hoy siguen recordando desde Barcelona las estrofas que escuchaban cantar a su padre.

«En lugar de quedarnos con esa frustración, después de no haber podido celebrar las fiestas, ni juntarnos con las cuadrillas en verano, hemos conseguido volver a la actividad», destaca Nebreda. En su opinión, han logrado cerrar un pequeño círculo después de que el año pasado se reunieran 120 personas en la cena de la asociación y otros muchos después a cantar las Marzas, a las puertas de que la covid pusiera el mundo patas arriba. Recorrieron Villanueva de arriba abajo acompañados por unos bidones de metal con ruedas en los que meten lumbre y, una vez terminaron, disfrutaron de un chocolate con bizcochos en la plaza.

Ahora, dice, lo más importante es el cariño con el que han conseguido mantener viva esta costumbre. «Es reconfortante que a la gente le ha gustado. Es el mayor triunfo que puedes tener». Porque si algo está claro es que el vídeo queda para la eternidad.

Esther, la peluquera rural que va de casa en casa

La necesidad agudiza el ingenio. Resulta que en muchos pueblos no hay autobús. Resulta que muchos mayores ya no disponen de coche propio para desplazarse y dependen de sus familiares para las tareas cotidianas. Hijos que, por otra parte, han tenido que emigrar a grandes ciudades. Pero resulta también que hay personas dispuestas a inyectar ilusión en el medio rural. Una de ellas es Esther, quien desde hace cinco años se ha echado a la carretera con su peluquería ambulante. Recorre numerosos pueblos de Burgos y si algo tiene claro es que este modo de vida “es una maravilla”.

Dicen que si la montaña no va a Mahoma, Mahoma va a la montaña. Algo así es lo que ha hecho Esther. Esta peluquera de Tardajos (Burgos), consciente de que cada vez la gente de los pueblos tiene más problemas para desplazarse -ya sea por la falta de transporte público o por su avanzada edad-, decidió ir ella misma por las casas. Vamos, que si una persona no puede acudir a la peluquería, no hay excusas: Esther va a su domicilio. Y, así, todos contentos. Lo que en el lenguaje moderno se llama un ‘win-win’.

Ya lleva cinco años recorriendo buena parte de la geografía burgalesa con su furgoneta monovolumen en la que hace auténticas virguerías para encajar todos los artilugios: la caja de los tintes por aquí, los maletines de ruedas cubiertos de purpurina y repletos de peines por allá, que si la plancha de alisar, que si las toallas, que si los productos de maquillaje… ¡Ah! Y hasta una cafetera. No se le escapa ningún detalle.

A Mahamud, por ejemplo, acude un día a la semana. Lucinia y Pili son clientas habituales de Esther. La primera tiene 92 años. Cuenta que el próximo 14 de febrero sumará una vela más y que, aunque ella es de Revenga de Muñó, vive en este pueblo de la comarca del Arlanza, con unos 70 habitantes, desde que se casó hace 69 años. Recuerda que cuando llegó con 23 años, el municipio rondaba las 600 personas y que no había ni casas para comprar porque todas estaban ocupadas.

Ahora, además de peluquería, en Mahamud cuentan con servicio de pescadería, panadería, carnicería o farmacia. “Estamos todos servidos a la puerta de casa, estamos como queremos. Sólo nos hace falta dinero”, bromea Lucinia. Todos llegan sobre ruedas. Salvo el médico, que “desde que empezó esta peste dejó de venir”, dice. El que también acude todos los domingos, para alivio de estas vecinas, es el cura.

Mientras Esther termina de peinar a Pili, Lucinia le espera en el local que el ayuntamiento cede para tal uso. Tiene una memoria privilegiada. Lamenta que el coronavirus les haya ‘robado’ las tardes de partida de cartas en el centro de jubilados. Eso sí, aún hoy los hombres juegan por una parte y las mujeres por otra. “No podemos guardar la distancia, así que nada”, se resigna. Entre tanto, Pili ya está lista y ambas se despiden para dar un paseo a su perrita hasta el 8 de octubre, su próxima cita para acicalarse.

“Que venga la peluquera a casa es el mayor privilegio que podemos tener”

Esther valora que estas mujeres le enseñan a ver la vida de otra manera: “Me educan, me inculcan lo que es el respeto”. Ella se siente una privilegiada, dice que su trabajo de peluquera ambulante es “una gozada” y que no volvería a la ciudad para trabajar. Lo dice con conocimiento de causa. Empezó trabajando en Burgos. Después se mudó a Logroño. Y cuatro años después volvió a la capital burgalesa. Siempre entre rulos, tintes y moldeados.

Un tiempo después, montó su propia peluquería en un área de servicio en Villodrigo. Sí, al lado de una gasolinera. Fueron 13 años que dieron para mucho, especialmente porque Esther conoció a «gente maravillosa» de muchos países. Los vínculos son tales que aún hoy sigue cortando el pelo a algún camionero de los que entonces paraban en Villodrigo. Y ella encantada: lo mismo saca las tijeras en el aparcamiento de un hotel que en un restaurante de la A-1. Podría decirse que ha peinado a toda la gente de la zona.

Ya ha desinfectado el asiento cuando entra un hombre de mediana edad con cierta prisa por el trabajo. Se llama Alfredo y es ganadero. “Córtamelo como siempre”, le dice a Esther. La sintonía es total. Y el rato de ir a la peluquería se convierte en algo más que el simple hecho de peinarse o cambiar de look. Son clientes muy fieles. Y Esther les premia: cada uno lleva una tarjeta en la que además de apuntarles el día y la hora -solo trabaja con cita previa-, les pone unos sellos, de forma que cuando consiguen el décimo tienen un tratamiento gratis. “Es un detalle que me gusta tener”, dice. Tampoco les cobra el desplazamiento.

Una vez termina en Mahamud, pone rumbo a Pampliega, a unos 11 kilómetros. En este caso, tiene cita con Puri en su casa. A Esther también la pueden encontrar en Villasilos, Pedrosa del Príncipe o Tardajos. Va por toda la zona. De camino, siempre con el pinganillo bluetooth en la oreja, le llama otra clienta para ver qué día le puede teñir el pelo. No para ni un minuto. Se ríe, lo disfruta, dice que este trabajo es “una puta maravilla”.

Una energía que Esther contagia a quienes se ponen en sus manos. “Que venga la peluquera a casa es el mayor privilegio que podemos tener”, relata Puri, mientras espera a que el tinte le haga efecto. Al principio, le pedía a Esther que le cortara el pelo exactamente igual que lo llevaba. Ahora ya le deja hacer lo que quiera. “Alargo el tinte todo lo que puedo para que me lo haga ella. De hecho, en Madrid me preguntan quién me ha cortado el pelo. Yo la recomiendo a todas mis amigas”, dice la mujer, que hizo numerosos anuncios para televisión y que ahora pasa entre cuatro y cinco meses en Pampliega y el resto del año en Madrid. No puede estar más contenta con Esther: “Es maja, no te engaña, usa productos buenos y está al tanto de las tendencias. Chapó”.

Pocas personas como ella saben exprimir mejor el tiempo. Cuando aparca la furgoneta, le gusta tocar en una batucada, es voluntaria en un comedor social y está involucrada en la directiva de dos asociaciones, una en Burgos y otra en Tardajos. Ya lo dice el lema que guía su peluquería ambulante: “Tú mism@”.

 

Marisa y Agustín, mucho más que dos farmacéuticos rurales

A ella le encontrarán en Vadocondes. A él en Zazuar. Dos pueblos burgaleses en los que además de sanitarios, muchas veces ejercen de psicólogos y consejeros con los vecinos. A ellos recurren para casi todo: desde echarles un colirio hasta cuando necesitan hacer una fotocopia o, incluso, con cualquier duda que les surge con el WhatsApp. La clave de su particular receta de la felicidad es sencilla: vocación más medio rural. “Nuestro trabajo es un lujo”, dicen.

Es jueves por la tarde y a Marisa Núñez, la farmacéutica de Vadocondes, le toca hacer ruta por Santa Cruz de la Salceda, La Vid y Guma. Esta vez el recorrido se limita a los dos primeros pueblos, puesto que en el último no hay ni una sola receta que llevar. Cosas de la despoblación. O tal vez de que los cerca de 40 vecinos gumenses gozan de buena salud. Quién sabe.

Antes de lanzarse a la carretera, Marisa prepara todos los pedidos. Una caja de Adiro por aquí. Otra de paracetamol por allá. Recorta los códigos de barras con un cúter y los pega en una hoja aparte. Después, empaqueta todas las medicinas de cada persona en una bolsa de papel, en la que escribe su nombre y grapa el ticket de compra. Un trabajo que se ventila en unos 20 minutos: al fin y al cabo, son cinco encargos en Santa Cruz y uno en La Vid.

Entre tanto, recibe la visita de uno de los dos proveedores de medicamentos que atiende sus pedidos. En esta ocasión, llega desde Burgos. Por las mañanas lo hace otro de Valladolid. Y así todos los días: la primera entrega de medicinas se produce a eso de las 7 de la mañana y la segunda unos minutos antes de las 5 de la tarde. “El servicio es fantástico”, aplaude Marisa, que, tras coger una cajita roja con monedas para el cambio, deja las luces de la farmacia encendidas. De esta forma, los vecinos de Vadocondes saben que regresará en un rato. Ellos mismos le pidieron que lo haga así. Y ella lo cumple. Cuelga en la puerta un cartel con la hora de vuelta aproximada -las 17:40- y comienza el recorrido.

Apenas seis kilómetros separan Vadocondes de Santa Cruz de la Salceda, donde viven unas 50 personas durante todo el año. Cinco hombres, ni uno más ni uno menos, le esperan en la plaza. “Vienes toda pertrechada”, le espeta uno de ellos nada más verla. ¿Será por el chaleco de pieles que viste? Ella a lo suyo. “Florencio, aquí tienes lo tuyo. José María esto es para ti, son 9,25 euros. ¿Qué tal Pedro? ¿Todo bien?”. Antes de disolverse el corrillo, un paisano le invita a un café.

“Aquí la gente es muy agradable. Te valoran y te respetan, es otra mentalidad”, dice Marisa, que apenas lleva 15 meses al frente de la farmacia de Vadocondes tras más de 20 años trabajando en una de Burgos capital, donde lo único que importaba era vender y vender. Llegó a renegar de su profesión hasta que conoció la farmacia rural.

Ahora, más contenta no puede estar. Decidió dar un giro de 180 grados a su vida y ha dado en el clavo: “Es un lujo. Se vive fenomenal. Tienes una calidad de vida que no tiene nadie. No hay apenas estrés, aparcas al lado de casa, el trato con la gente es muy bueno. Todo es más fácil, no se puede comparar con la ciudad”. Marisa tiene claro que “si todo el mundo estuviera en el trabajo como nosotros, esto sería ‘El mundo feliz’”. Ahí es nada.

Agustín también destaca el trato cercano que les permite su trabajo de farmacéuticos rurales: “Con cualquier cosa que necesiten van a la farmacia. Para apretarles el pinganillo del oído o porque no les funciona el WhatsApp. Somos el único sanitario que está todo el día en el pueblo, el psicólogo y todo lo que haga falta. Somos samaritanos”. A lo que Marisa añade: “Tienes que implicarte mucho y que te guste ayudar a la gente”.

Vamos que la rebotica es casi casi como un confesionario. De hecho, dice Agustín, que gestiona la farmacia de Zazuar desde hace 10 años, que muchas personas se acercan para contarle algo que les pasa, se desahogan y se marchan: “Lo mismo están preocupados por una tierra o porque han discutido con su hermano. Les ayudas como buenamente puedes y se van más contentos”.

“Tienes que implicarte mucho y que te guste ayudar a la gente”

El trato es tan sumamente cercano que hay quienes no tienen ningún tipo de pudor en plantarse en la farmacia y bajarse los pantalones para enseñar al farmacéutico una verruga, una herida o lo que se tercie. Cuentan que otros van para que les unten una crema en la espalda y que hay quienes les piden que les echen gotas en los oídos. “Eso es bueno. Refleja confianza”, dicen los dos. No obstante, una cosa no quita la otra y “a veces pasamos más vergüenza nosotros. Ellos no tienen pudor. La farmacia es como su casa”, relatan entre risas. De hecho, apuntan que el 80% de los clientes van a la ‘botica’ en zapatillas de estar por casa.

La cosa no queda ahí. Los vecinos también saben cuando Marisa o Agustín tienen algún día torcido. “Nos notan si nos pasa algo, si tenemos mucho trabajo, si estamos nerviosos por algún motivo…”. Ya ven, la complicidad es total y absoluta.

La ruta sigue. Desde Santa Cruz de la Salceda, Marisa se desplaza hasta La Vid, a 12 kilómetros. También en la plaza le espera Joaquín, que se ocupa de recoger la medicina de su nieto. Lleva una gorra en la que pone “soy motero”, viste un jersey verde y una cazadora de color azul marino, que no se abrocha pese al helador frío de enero. “Adiós Joaquín”, se despide Marisa -encantada con la gente de este pueblo por su especial amabilidad- tras darle un paquete. “Pasadlo bien”, contesta él. Ya sólo queda regresar a Vadocondes: 8,2 kilómetros para ser exactos.

En el caso de Agustín, tiene el botiquín de Quemada y San Juan del Monte, a 2,4 y 5 kilómetros, respectivamente, de Zazuar. A diferencia de Marisa, él no va por las mañanas a los pueblos para recoger las recetas que el médico suele dejar en el buzón, sino que el doctor le llama por teléfono y se las va cantando una a una.Además, junto con otros cinco pueblos tienen contratado a otro farmacéutico –Luis– que trabaja durante todo el año por quincenas en cada una de las siete farmacias rurales ‘asociadas’. Luis les cubre las vacaciones, de 45 días. Y él mismo, obviamente, tiene su mes libre. De él destacan lo buen trabajador y, sobre todo, buena persona que es.

Calidad de vida rural

En líneas generales, Marisa y Agustín trabajan seis horas al día, incluido el reparto por los pueblos. Unas 30 horas semanales. No hacen guardias y tampoco trabajan sábados ni domingos. En verano la historia cambia. Julio y agosto son meses de mucho trajín. La población en los pueblos aumenta considerablemente y con ello el trabajo de los farmacéuticos rurales. No obstante, todo lo que facturan en esos dos meses -en los que sí abren los sábados- les sirve para aguantar mejor el resto del año.

Nada que ver con una ciudad, donde las jornadas tienden a las 12 horas diarias. Nada que ver tampoco con el trato que tienen con la gente. Sí, una vez más el trato. Porque como dice Marisa “aquí no vendes un Frenadol, cobras nueve euros, vendes otro, cobras y sigues vendiendo. Aquí vendo un Frenadol y la persona está 15 minutos conmigo. Prima el bienestar de la gente del pueblo. Yo me encargo de que entiendan bien lo que toman, cuándo lo tienen que tomar y cuántas veces. Si veo que tienen dudas, no se van de la farmacia hasta que lo entiendan”. Conocen a todas las personas por el nombre y a su familia y eso es algo que no cambian “por nada del mundo”.

«Aquí la gente es muy agradable. Te valoran y te respetan»

Agustín se muestra convencido de que “la gente va a tener que volver a los pueblos” dado que ciudades como Madrid se están convirtiendo en un agujero negro en el que cada día es más difícil caber y vivir. Él estudió la carrera allí y tuvo suficiente. Sus raíces estaban y están en Guma y por eso una vez acabados los estudios, volvió al pueblo. Los veranos hizo prácticas en la farmacia de Vadocondes, después trabajó por quincenas en el citado grupo de pueblos y más tarde se hizo con la licencia de la farmacia de Zazuar.

Es una excepción entre sus amigos, quienes reconocen tener cierta envidia al ver que “vive de maravilla”. Él, por su parte, lamenta que mucha gente considere los pueblos como un recreo al que sólo se acude algún fin de semana y en verano. En el caso de Marisa, son al menos cuatro amigas las que trabajan en farmacias rurales.

Excepción o no, ninguno de los dos contempla su futuro fuera de Vadocondes y Zazuar. Están donde quieren estar. Se sienten afortunados. Perciben como propios dos pueblos en los que no nacieron, pero ‘se hicieron’. También se muestran convencidos de que esta zona goza de buena salud demográfica. De hecho, en Vadocondes nacieron dos niños en septiembre y hay otro de camino en julio. “A mí me nació uno en noviembre”, remata Agustín. Ese “me” lo dice todo. Denota implicación, pasión y arraigo a partes iguales. ¿Cómo dos farmacéuticos no iban a tener la receta para vivir bien en un pueblo?

Las 101 profesiones del incomparable Jesús Palomo

¿Conocen a alguien que haya sido resinero, soldador, ebanista, taxidermista y ciclista? ¿Y que haya hecho todo eso y mucho más en una sola vida? Si quieren descubrir su historia, acérquense hasta Villanueva de Gumiel. Les recibirá con una sonrisa y quién sabe si también con una jota. Jesús es un artista con letras mayúsculas.

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Jesús Palomo / Foto: L. Núñez

Se llama Jesús Palomo. Está a punto de cumplir 75 años. Vive en Villanueva de Gumiel, en pleno corazón de la Ribera del Duero burgalesa, y ha hecho prácticamente de todo. Entre risas, desliza que todavía le falta tirarse desde un avión montado en su bicicleta o volar en ala delta, porque como bien recalca, no tiene «ni gota de vértigo».

Esas dos actividades (quién sabe si la primera es posible) forman parte de su lista de tareas por cumplir. La de las ya cumplidas es larguísima. De hecho, tiende a infinito. Porque Jesús ha sido resinero en su propio pueblo, ha tirado muérdago de los pinos, ha entresacado remolachas, iba a recoger hierba para después fabricar escobas que vendía a cambio de trigo con el que elaboraba pan y ha hecho arroyos con sus propias manos. Todo con alegría. Siempre cantando.

El repertorio no termina ahí. Son 75 años que han dado -y siguen dando- para mucho. Jesús también ha sido soldador, obrero en una fábrica y taxidermista… aunque de rebote. Uno de sus hermanos realizó un curso a distancia para aprender a disecar animales y él, simplemente, prestaba atención a aquellas lecciones en el poco tiempo que tenía libre porque trabajaba en el monte de sol a sol. Al final, terminó disecando zorros, perdices, liebres, ardillas, lechuzas y hasta un lagarto que cayó en un cepo para ratones. ¿Y su hermano? Pasó del asunto.

Jesús Palomo fue subcampeón de España de 5.0oo metros

Precisamente hablando de la familia, recuerda que sólo fue a la escuela hasta los 14 años, y no de forma continua. Le habría gustado estudiar más, pero tenía que cuidar a sus hermanos, a quienes hacía las sopas y limpiaba los pañales cuando su madre se iba a lavar la ropa que le encargaba determinada gente o a coger resina.

Por si fuera poco, Jesús ha diseñado y confeccionado prácticamente todos los muebles de su casa nueva, y las mesas y taburetes del merendero que tiene en su casa de toda la vida en Villanueva. Cada día da rienda suelta a su imaginación. Y tan pronto diseña un carro para llevar a su perra Blanquita (enferma) como labra un mortero de cocina, que remató hace apenas unos días. Derrocha vitalidad y energía, es una de esas mentes inquietas que ha aprendido en la vida por intuición.

Es, además, un deportista envidiable. Quienes le conocen le asocian a su inseparable bicicleta. Todos los domingos del año, nieve o truene, Jesús sale de ruta con un grupo de amigos del club ciclista. Ha llegado a hacer etapas de más de 300 kilómetros. En una ocasión, se metió 212 km entre pecho y espalda por un descuido. En el club ciclista habían preparado una excursión a la Playa Pita y él pensó que irían desde Aranda en bici. Decidió comenzar por su cuenta desde Villanueva. Cuál fue su sorpresa, que el resto de compañeros no le alcanzaron hasta que él iba por San Leonardo de Yagüe, pero ¡con los coches! Una vez se juntaron todos en la playa, subieron hasta la Laguna Negra de Vinuesa. Jesús se comió su bocadillo, se dio un chapuzón y se volvió a casa porque, además, ese día tenía que trabajar de noche (hasta las seis de la mañana del día siguiente).

Y eso que aprender a andar en bicicleta -con nueve años- no fue tarea fácil. Como no llegaba a los pedales, se las apañaba para ir debajo de la barra. Además, le costó unas cuantas bofetadas de su padre. Jesús le cogía la bici sin que lo supiera, incluso la sacaba de casa en volandas para no dejar rastro con las ruedas, pero este siempre le descubría porque colocaba una pequeña astilla que al girar las ruedas se caía.

Superadas esas dificultades, su colección de bicis la forman una Orbea, una Romani y una Otero que le costó «217.000 pelas». Después se compró una Giant de tres platos y nueve coronas y desde hace cuatro años vuela en una Trend. En total, más de medio millón de kilómetros.

Pero antes que al ciclismo (un deporte en el que se inició a los treinta y tantos para rebajar barriga), Jesús triunfó en el atletismo. Fue subcampeón de España en la prueba de 5.0oo metros. Lamentablemente, no sabe qué pasó con aquella medalla porque cuando volvió a su casa después de hacer la mili no quedaba ni rastro. Sospecha que su madre pudo vendérsela a alguien.

Sea como fuere, este villanovense de apenas 1,60 metros de estatura y culo inquieto es un bailarín de escándalo. Le encontrarán en primera fila en las verbenas de los pueblos. Fíjense en sus pies y en los de Chelo, su mujer. Tocan el suelo solamente lo justo. No se sorprendan si les digo que también canta y que, de hecho, tiene grabada su propia cinta de boleros. Su grupo favorito son Los Panchos y si se tiene que quedar con un cantante, lo hace con Nino Bravo.

La guinda a esta historia se completa con el premio de estriptis que ganó en una concentración motera en Medina del Campo (Valladolid). Aquí está la prueba gráfica. No se le ponen nada ni nadie por delante.

A la vida sólo le pide salud. Amor, con Chelo a su lado desde hace más de 40 años, no le falta. Y dinero no quiere porque asegura no tener ese tipo de ambiciones.

Así que mientras no le falten unas buenas rancheras y jotas que cantar y bailar, la sonrisa de Jesús Palomo está asegurada.

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Más de 70 años de la gran cabalgata de Reyes (y casi única) en Ciruelos

Corría el año 1944. El marido de la maestra organizó una cabalgata que aún hoy recuerdan los más ancianos del pueblo. A lomos de tres machos y con una capa a sus espaldas, Atilano, Florencio y no se sabe bien si Tomás o Carmelo emularon a Melchor, Gaspar y Baltasar. “Fue un día de mucha ilusión”, cuenta Félix.

Sin cabalgata, pero con Reyes Magos y, sobre todo, con ilusión. Así vive Ciruelos de Cervera (Burgos) la llegada de Sus Majestades. Hace más de 70 años que no hay cabalgata. Más de 70 años que sus habitantes no ven un 5 de enero por sus calles a Melchor, Gaspar y Baltasar. Aún así, los más ancianos del pueblo recuerdan con especial entusiasmo aquel invierno de 1944. Tal vez de 1943.

Félix y Justina, los dos vecinos de mayor edad, no se acuerdan con exactitud de la fecha. Pero sí lo bonito que fue aquel día. Magia pura a juzgar por sus palabras.

Según cuentan, Atilano, Florencio y no saben bien si Tomás o Carmelo hicieron de Reyes Magos. Montados en machos, fueron bajando desde la tenada del Juanito -en dirección Briongos– hasta el puente que se encuentra a la entrada de Ciruelos. Allí les estaban recibiendo todos los vecinos.

Los tres llevaban capas. Les acompañó Mauro con una mula a la que colocó un cajón con juguetes. Entiéndase por juguetes unas mandarinas, algunas castañas, un puñado de caramelos…

Después, Sus Majestades ciruelanos dieron una vuelta por el pueblo y tal como recuerda Justina, fueron a la iglesia “para adorar al niño”.

A Félix le gustaría que los Reyes salieran este año “a dar una vuelta por el pueblo aunque no trajeran ningún regalo”

De la organización de la cabalgata se encargó el marido de la maestra, una catalana llamada Dolores. “Eran los años de la guerra. No recuerdo su nombre, pero debía estar desterrado. Era un señor listísimo”, dice Justina, de 88 años, la vecina de mayor edad de Ciruelos, que en invierno apenas supera los 25 habitantes.

La nostalgia se apodera de ella: “Me acuerdo muchas veces. Parece que lo estoy viendo ahora. Estábamos todos en la ermita esperando y llevaban una luz como si fuera una estrella que los guiaba”. Fue el gran acontecimiento navideño.

“Estuvo muy, muy bien”, enfatiza. De la misma forma se expresa Félix, de 87 años: “Fue muy bonito. Un día de mucha ilusión”. Al 2019 le pide salud… y algo más. A Félix le gustaría que los Reyes Magos salieran este año “a dar una vuelta por el pueblo aunque no trajeran ningún regalo”.

No estaría nada mal. Desde aquel gran acontecimiento tuvieron que pasar unos 40 años, ya en 1984, para ver otra cabalgata en Ciruelos, un acto algo más discreto que se hizo en la plaza mayor, donde se recreó un pesebre y los niños acudieron a recoger sus regalos. En aquella ocasión, los Reyes fueron Elías, Víctor (hijo de Martina y Josito) y Fernando (hijo de Aurora y Román).

Hubo que esperar otros casi 20 años (en torno al año 2000) para ver algo parecido a una cabalgata en Ciruelos. Elías sacó el tractor -como recuerda Félix- y los Reyes dieron una vuelta al pueblo montados en el remolque.

Puede que Ciruelos no tenga cabalgata, puede que todo haya cambiado mucho, que ya no haya machos, ni mulas, pero Félix y Justina están convencidos de que Melchor, Gaspar y Baltasar pasarán por el pueblo. ¡Felices Reyes!

¿Cómo hablar de protectores de estómago, cochinos y dictadores en sólo dos horas?

Un bar cualquiera de un pueblo burgalés cualquiera. Un domingo cualquiera. Y una conversación que de cualquiera no tiene nada.

El escenario no puede resultar más sencillo. Un bar. Da igual cuál. En la provincia de Burgos. Dos hombres de mediana edad apuran un chorizo y un poco de pan al tiempo que beben vino tinto con gaseosa. En las aproximadamente dos horas que después pasan juntos mantienen una conversación de lo más surrealista.

Son dos horas que dan para mucho. Juzguen si no. Hablan de temas tan dispares como la matanza del cochino y la independencia de Cataluña. También de la despoblación que sufre Castilla y León. De repente, citan nombres como Antonio Machado o Marine Le Pen. Y sólo unos segundos más tarde rememoran su infancia de monaguillos. Sí, todo esto en 120 minutos. Saltan de un tema a otro a una velocidad endiablada.

Vamos por partes. Uno se arranca a hablar sobre los protectores gástricos, tipo omeprazol. ¿No había un tema mejor para un domingo lluvioso de otoño? El otro contesta que no los ve nada lógicos y cuestiona por qué no inventan, por ejemplo, un antibiótico que a la vez actúe de protector. ¡Lo que se pierde la ciencia!, pienso mientras los escucho.

Después le toca el turno a los cochinos. O más bien a la obligación de solicitar autorización al Ayuntamiento correspondiente si se sacrifica el cerdo en casa. En la matanza doméstica, un veterinario autorizado debe inspeccionar la carne de cerdo para que el consumo sea seguro. Pues bien, todo eso no convence para nada a uno, mientras el otro insiste en que más vale prevenir.

«Muchos cerebros se han quedado en la cuneta por luchar por la democracia»

Y de una tradición pasan a otra. Esta tiene que ver con la iglesia. Ya se han bebido el café y están con el chupito. Uno bebe coñac y el otro, orujo de hierbas. El del coñac recuerda que de pequeños todos querían hacer de monaguillos porque luego recibían una propina, pero a él el cura sólo se lo pedía en las misas que se celebraban de lunes a viernes. “Los fines de semana y, sobre todo, si había bautizos o bodas, les mandaba a otros”, dice con retintín.

Poco después, entran en política. Es el gran tema. No podía fallar. Todo el mundo opina de un gobierno tal o cual y los bares de los pueblos no son una excepción. A continuación, el diálogo alocado que entablan:

– En este país han matado a muchos cerebros. Gente inocente, modelos a seguir.

– ¿Quién los mató?, cuestiona el otro, que pide el segundo chupito de hierbas.

– Los mataron a todos y los tiraron a las cunetas de cualquier manera. Por ejemplo, a Machado, insiste el primero. Y añade: “Cuando se va un cerebro lo siento mucho. Se va una sabiduría de la hostia”.

– ¿Pero quién los mató? ¿O quién los mandó matar?

– No lo sé. Cuando mataron al sargento yo estaba en los cojones de mi abuelo. Así que no me preguntes si fue la derecha o la izquierda. Yo te digo que fueron asesinados. Mira, ahora hay naranjitos.

– Ponnos un chisme, se limita a decir su interlocutor.

Un trago después, retoma la conversación. Siguen con política. Pero con un giro de 180 grados.

– Lo que nos ha costado tener una democracia. España se rompe…

– Por eso te he dicho antes que muchos cerebros se han quedado en la cuneta por luchar por la democracia. Que tienes a Le Pen a las puertas, mira lo que ha pasado en Brasil [donde el ultraderechista Jair Bolsonaro asumirá la presidencia el 1 de enero] y Vox en Andalucía. No sé si estás en la onda.

– Con todo esto, ¿qué me quieres contar?

– Que van a mandar dictadores.

– ¿Qué dictadores hay ahora en España?

– Pues más de cuatro hay en las empresas. Se está haciendo un cocido en Europa

– Pues a la hora de votar te lo piensas.

– Ya te he dicho que no voto. Y que no me toque estar en la mesa [el día de las elecciones]. Te pagan 60 euros, pero yo no quiero su dinero. ¡Vete tú y si no sus hijos o sus queridas!

– No sé ya ni de lo que me hablas, se da por vencido el otro.

No acaba ahí la cosa. Tampoco la bebida. Sacan a colación a la ministra de Justicia, Dolores Delgado, la tesis doctoral de Pedro Sánchez, retoman el desafío independentista, hablan de los políticos presos, citan a Rajoy y las prejubilaciones en la banca. “Les dan 20 millones y que se ría el mundo. Y aquí estamos nosotros mileuristas o con 600 euros. Eso, eso es de lo que te tienes que dar cuenta”, subraya el de coñac, que desde hace un rato se ha pasado al ron con limón.

Y por si fuera poco, se despiden con otra mini conversación gloriosa.

– ¿Quién soltó a los topillos?, suelta de repente uno de ellos en referencia a la plaga que hubo en Castilla y León en 2007.

– Sería con avionetas.

– Esos los soltaron, no son un fenómeno de la naturaleza. Al final hubo invasión. Entonces estaría Aznar de presidente.

– Personaje más impresentable no he visto.

– Que yo no soy del PP.

– Puedes ser de lo que quieras. En la vida, simplemente, hay que ser agradecidos.

Cuando parece que van a terminar, uno saca a relucir el nombre de Ruiz-Mateos y el Opus Dei. Después de relatar corruptelas varias, suelta una frase cargada de verdad, de mucha verdad. “Con un cura no puede un pueblo, con dos curas ni dios y con una comunidad como la de Silos ni la Santísima Trinidad”.

Ahora sí, los dos se despiden. Y el mensaje, pese a las discrepancias, converge: “¡Qué bien vivimos los de los pueblos!”.

 

Tati, un soplo de vida para Fuentepiñel

Con apenas 55 habitantes en invierno, la localidad segoviana disfruta de un tabernero de lujo y de sonrisa eterna. Cuentan los vecinos que «ha traído mucha vida». Se llama Marcelino, tiene 34 años y regenta el bar «El reloj» desde hace casi cinco años. 

«Antes de entrar deje bretes, chismes, enredos, envidias. Así será bienvenido». El lema no podía ser más claro. Quien lo pregona es Marcelino, el único tabernero del municipio segoviano de Fuentepiñel y al que todo el mundo llama y conoce como Tati. Siguiente consigna: «Hola, sonríe, sé feliz». Y vaya si lo consigue. Sus casi cinco años al frente del bar «El reloj» han sido un auténtico chute de pasión.

No hay más que ver la fama que tienen las meriendas que celebra cada lunes con los vecinos de un pueblo que en invierno no supera los 55 habitantes. «Es un día muy nuestro, de juntarnos», dice, mientras abre el archivador en el que guarda cada una de las convocatorias. Lo pone sobre la barra de su pequeña taberna y recita: «Mira, esto fue un exitazo: 58 apuntados en una cata de vinos». Entre ellos, «el Chotillas, el cronista oficial y el Farruco». En medio de una pila de papeles, resulta que el 7 de enero de 2013 cenaron liebre con arroz (cazada por Eugenio, que la pilló con el coche) o que unas semanas después tocó manillas de lechazo. Congrio guisado, codornices o cochinillo completan el menú de las citas vecinales. La más grande, advierte Tati, «siempre» es en San Isidro.

«Ha dado un cambiazo al pueblo, ha traído mucha vida«, detalla su madre, María Luisa. Cuenta que hasta hace poco se encargaba de hacer los pinchos para el bar: tortilla de patatas, de escabeche, morcilla o flamenquines. No se olvida de las empanadillas, «que les encantan». Asimismo, recuerda emocionada que todo lo que ella ha logrado ha sido «a fuerza de trabajo» y, por eso, ahora se deshace en halagos con un hijo, el más pequeño de seis, que sigue sus pasos. «Tati es muy abierto, la gente le quiere mucho«. Y él, fiel a a su forma de ser, responde con otra de sus frases marca de la casa: «Un abrazo es el mejor regalo y es talla única».

«Me interesa que cuando los vecinos vengan al bar pasen un rato agradable»

Lemas todos ellos que decoran el bar «El reloj», propiedad del ayuntamiento. La cantina es una especie de fábrica de recuerdos entre los que no falta el libro de «La Botica de la Abuela», múltiples cachavas colgadas en la pared, alguna que otra boina o un teléfono de ruleta. Cuenta con cinco mesas y unos cuantos taburetes en la barra. La Biblia, El Quijote y Darwin comparten estantería. Y cómo no, sus queridos relojes. Uno, con forma de sartén, marca la hora de India. Otro, un caracol, da la hora de Madagascar. Y al fondo, presidiendo el local, su frase estrella: «Por pequeño que sea un pueblo, cada uno queremos al nuestro». Caldea el ambiente con una estufa de leña y no vende tabaco.

«Aprendo mucho de todos»

Cada día atiende a entre dos y diez personas en el vermut. La hora fuerte es la del café, cuando se juntan unos 17 fuentepiñelanos. «Suele haber una partidilla al tute. Si no hay gente suficiente, me siento yo a jugar», cuenta. Ya por la tarde-noche recibe a otros diez vecinos como máximo. Los fines de semana es otra historia. «Me interesa que cuando vengan al bar pasen un rato agradable«, añade. Con quien, precisamente, pasa muchas tardes «mano a mano» es con Justino, un vecino de 88 años que, como el propio Tati reconoce, le da «mucha vida». Eso sí, asegura que de todos aprende mucho. De hecho, es lo que lleva haciendo desde el 19 de mayo de 2012, cuando asumió las riendas del bar.

Él, educador social de profesión, decidió un día que le apetecía probar otras cosas. Al principio, estuvo trabajando 103 días sin librar. El que menos, metió 13 horas y media seguidas. «Es cuando me he sentido con más fuerza», menciona con una sonrisa imborrable y acompañado por su particular guardia pretoriana: los perros Cosita y Surco, y la gata Hazaña.

«Por pequeño que sea un pueblo, cada uno queremos al nuestro» es uno de sus lemas

Ahora, cierra la tarde del martes y otra camarera le sustituye miércoles y jueves. Defiende que «un día en el pueblo es muy bonito, rutinario, pero muy bonito». Fuentepiñel, además de dos ermitas y una iglesia, también tiene asociación cultural. Hasta allí llega el panadero, dos pescaderos y un frutero. Mientras, el médico les visita martes y viernes. Hay cuatro ganaderos, un alguacil colombiano y ningún pastor. Diecinueve bodegas animan un pueblo que el pasado junio vio como un rayo dinamitó un corazón de Jesús situado en lo más alto de la iglesia. «Sonó como una bomba, aquello fue salvaje», rememoran los vecinos. Entre ellos, Librada, la antigua lechera.

La porra de cada fin de semana es otra de sus actividades que mejor acogida ha tenido. Hay 68 apuntados, también de pueblos de alrededor. En total, ha repartido más de 13.000 euros y el bote más grande, de 3.128 euros, lo dio el 18 de enero de 2015.

¿Y el futuro?

Aunque disfruta día a día y solo echa cuentas a final de año, admite que «dentro de diez años quedarán pocas personas en el pueblo y el negocio no será viable». Puede que esté abocado a abrir únicamente los fines de semana, a excepción del verano y la Semana Santa. Aun así, él se sigue viendo en Fuentepiñel puesto que la tranquilidad del pueblo le relaja. Por verse, también se ve al otro lado de la barra: «Lo planificaría de otra forma. No me imagino con 50 años sirviendo las cañas a mis amigos. Quizá sí como jefe y contratando a alguien».

Con la mente puesta quién sabe si en el menú de la próxima merienda, se despide con un último lema: «Que esta casa sea para los invitados un lugar de paz y tranquilidad». Lo desea Marce, «un terremoto«, en palabras de su madre. Ya saben: «Sonrían y sean felices».

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Félix no tiene con quién pasear

El suicidio demográfico es una realidad en la localidad burgalesa de Ciruelos de Cervera. Su habitante más longevo cree que en dos años desaparecerá el pueblo. “En la España de toda la vida abundaban los niños y predominaban las familias numerosas. No éramos un país rico, pero vibrábamos de vida. Así fue hasta hace un cuarto de siglo o poco menos. Ahora vivimos en un país donde cada vez se peinan más canas y en el que la chiquillería brilla por su ausencia».

Félix tiene 85 años. Nació un 2 de mayo en Ciruelos de Cervera, Burgos. La Segunda República apenas tenía 18 días de vida. Es, o mejor dicho era, el sexto de ocho hermanos. Después matiza: el octavo de diez. El primero de la saga falleció con tan sólo tres meses y al segundo se lo llevó un ataque de meningitis a los siete años. Mientras bebe una manzanilla en pequeños sorbos recuerda que, según le contaron, nació en su propia casa y que durante el parto su madre recibió la ayuda de «la Isidora, la madre del Mauro».

Actualmente, sólo su hermano Pancracio, de 82 años, y él viven. Apenas coinciden unos días al año, casi siempre en verano, cuando éste se escapa de Barcelona. «Esta vez le vi bastante bien, oye», dice tras aclarar que hace un tiempo estuvo «entre Pinto y Valdemoro» por una afección en el hígado. Él, por su parte, apunta que siempre merienda un yogur a las siete de la tarde y que no come mucho porque «no es bueno». En su dieta no faltan las judías una vez a la semana y el pescado para la cena: «Me mantengo entre 80 y 81 kilos».

«En dos años este pueblo desaparecerá, nadie tiene ilusión por él»

Félix es también el más longevo de todo el pueblo. Allí vive los 365 días del año. Hoy, aquel chaval que creció rodeado de 70 mozos pasea sólo por las calles de Ciruelos. Lamenta no tener con quién hacerlo, al menos en invierno, cuando el municipio no supera los 25 habitantes. Asegura que está «aburrido» de ver la televisión pero si hay una película del oeste no la perdona. «Muchas veces estoy solo y no tengo con quién hablar», continúa para poco después soltar su premonición: «En dos años este pueblo desaparecerá, nadie tiene ilusión por él». Puede que no le falte razón. Al menos las estadísticas están de su lado. Los últimos datos del INE, publicados esta semana, revelan que en el primer semestre del año vinieron al mundo 1.305 burgaleses y fallecieron 1.926. «Todo tiene un principio y un final en esta vida y hay que llevarlo lo mejor que se pueda», dice al tiempo que apura la manzanilla.

Abril del 48

Mientras tanto, prefiere hablar del pasado. Dice que recuerda mejor lo que sucedió hace 70 años que lo que hizo ayer. Y da buena muestra de ello. Recupera su época de estudiante en una escuela, la de Ciruelos, en la que había cerca de 40 mozos y unas 50 mozas. La melancolía vuelve a apoderarse de él: «Fíjate y ahora nadie». Él, uno de los pocos solteros de entonces, habla incluso de que «alguna vez sí tuvo novia» pero aquello no cuajó. Cambia rápido de tema. Evoca otros episodios. Y sin saber muy bien porqué se arranca a hablar sobre el fuego que arrasó la pedanía de Briongos. «Estábamos el Apro y yo tomando el sol fuera del corral cuando apareció el Clemente con la bicicleta para avisar de que había fuego. No sabíamos si creerle porque entonces lo decían muchas veces aunque fuera mentira».

En el primer semestre de este año vinieron al mundo 1.305 burgaleses y fallecieron 1.926, según el INE

Ambos decidieron poner rumbo hacia Briongos. A pata, eso sí. «Adelantamos a la Toribia y a la Lauren que iban a lavar la ropa y llegamos los primeros», dice haciendo alarde de su memoria. Y continúa: «Allí estaba el Hilario, que nos tiró por la ventana unas alubias, tampoco muchas, y después le dijimos que saltara él porque si no iba a arder. Después fuimos a la casa del tío Sotero y antes de tirarse nos echó unos garbanzos y unas sartas de chorizos». Tampoco pasa por alto que «el Piano» y el tío Sotero se subieron al tejado o que el maestro se desplazó en macho hasta Oquillas (a unos 20 kilómetros) para llamar a los bomberos. «Tardaron, por lo menos, tres horas en llegar». El fuego arrasó el 75% del pueblo. Fue un 6 de abril de 1948.

«Los curas eran terribles»

Accidentes al margen, también tiene tiempo para hablar de las juergas que se corrían de jóvenes. «Algunos las preparaban de mil hostias», espeta. Habla del Carnaval y de que nunca llegó a disfrazarse porque estaba prohibido. En una ocasión, cuenta, el cura arrancó las máscaras «a tortazos» a una cuadrilla que se saltó el veto y después el alcalde les impuso como arresto que le llevaran «un viaje de leña». Por si hubiera dudas se encarga de mencionar que lo partían con hacha, «no como ahora», y de lanzar una pulla a la Iglesia: «Los curas de entonces tenían un poder terrible».

Vuelve a mirar el reloj. Son las siete menos cinco. Ya lo había advertido. Siempre merienda a en punto. Se planta el gorro y muleta en mano se acerca hasta la barra para dejar la taza de manzanilla ya vacía. «Hasta otro rato».


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Burgos, contra el olvido

Hace más de veinte años que no nace nadie en ellos. Hablar de ordenadores resulta una utopía. Muchos no disponen de bares ni de servicios. Las carreteras que los unen son caminos llenos de baches. Dicen estar comunicados entre ellos e incomunicados con el resto del mundo. Los pueblos de Burgos son protagonistas del cruel camino sin retorno de la despoblación. Así lo confirma censo tras censo el Instituto Nacional de Estadística: siete municipios despoblados y diez más que ni siquiera figuran ya como entidades.

Son municipios que buscan una segunda oportunidad. El éxodo rural, la emigración de mujeres, el atractivo de las ciudades, el progresivo deterioro de los servicios e infraestructuras, la ausencia de una red mínima de comunicaciones, la falta de expectativas para los jóvenes y la inexistencia de relevo generacional, son la combinación de causas que explican la despoblación en el medio rural. Causas que sirven para ilustrar la cifra de 2000 pueblos abandonados en España. León, Soria, Guadalajara, Lérida y sobre todo Huesca son las más afectadas por este proceso, al que Burgos tampoco es ajeno.

Castroceniza es un pueblo de 13 habitantes, sus calles están sin asfaltar y la mayoría de las casas, hundidas. Sufren continuas inundaciones por el mal estado de la red viaria de agua y cuando se quedan sin ella sólo les queda acercarse al manantial. No disponen de depósito, mucho menos de bares, el encargado de suministrar las bombonas de butano llega una vez cada quince días. La misma frecuencia con la que reciben al cura. Mientras, la enfermera lo hace una vez al trimestre.

Una de las casas de Castroceniza

Una de las casas de Castroceniza

Juan Carlos Antolín es el médico que les asiste una vez a la semana. Lo hace por voluntad propia ya que una normativa recogida en el Boletín Oficial de Castilla y Léon, datada de 1987, dicta que a los pueblos con menos de 50 tarjetas sanitarias, les corresponde la visita médica una vez al mes.

“Más vale que no te pase nada aquí”, lamenta un vecino de Barriosuso

Timoteo Alonso, a sus cuarenta y cinco años de edad, es el vecino más joven de Castroceniza, donde hace ya veinticuatro años que no ven nacer a nadie. “Está todo abandonado y no atienden a nada”, afirma. El suyo es un pueblo en el que los únicos ingresos provienen de la caza.

En la misma situación se encuentran los habitantes de Peñacoba, una aldea perteneciente a Santo Domingo de Silos. A sus 90 años, Paz Santamaría pasea junto a su perra Raya. Explica que en el pueblo no ha quedado nadie, pero que ella no se irá: “Si quieren venir a verme bien, pero a llevarme no”.

Las ovejas a su paso por Peñacoba

Las ovejas a su paso por Peñacoba

A pesar de todas las carencias y dificultades a las que hacen frente los pobladores rurales, se muestran orgullosos de sus raíces y aunque le ven una complicada solución, aseguran que no cambiarían su modo de vida. “Esto es un paraíso, vives como Dios, ancha es Castilla”, exclama Carlos Cámara, albañil del municipio. La cruz de la moneda la presenta la cobertura telefónica. “Llevo dos meses sin que me funcione el teléfono, no hay cobertura ni antenas, me sale más caro que el azafrán”, concluye el peñacobino. Pero los problemas no quedan sólo en el abastecimiento de agua o de teléfono.

“Hay que hacer que la gente se sienta orgullosa de vivir en un pueblo”

También se enfrentan a inconvenientes relacionados con las carreteras, la sanidad y las telecomunicaciones, aunque el mayor quebradero de cabeza siguen siendo la despoblación y la falta de atractivos para la llegada de nuevos pobladores. “A lo mejor no debemos obsesionarnos con la generación de empleo como única opción para fijar y atraer población. Es algo que vendrá derivado de que la gente disponga de una calidad de vida razonable en el entorno rural”, manifiesta Alberto Gómez Barahona, Licenciado y Doctor en Derecho por la Universidad de Valladolid.

«Esto es un paraíso, vives como Dios», dice un vecino de Peñacoba

Por su parte, José Luis Ranero López, Licenciado en Ciencias Económicas por la Universidad de Sarriko (País Vasco), afirma que las personas se dejan cegar por las presuntas ventajas de la ciudad, y son incapaces de apreciar todo lo que ofrecen los pueblos. Ventajas como la falta de contaminación, de atascos o la menor carestía de las viviendas. La calidad de vida viene definida por lo que dictan las modas, algún día puede que cambie en beneficio de los pueblos. Ambos expertos coinciden en señalar la importancia de trabajar un componente psicológico: hacer a la gente sentirse orgullosa de vivir en un pueblo.

Mientras se trabaja este vínculo anímico, la imposición del modelo de vida urbano ha llevado a la progresiva desaparición de pueblos en toda España. En la comarca burgalesa de La Bureba, situada al noreste de la provincia, se contabilizan según el censo del INE, siete municipios despoblados. A esto habría que añadir otros diez que ni siquiera figuran ya como entidades. Algunos de ellos llevan muchos años deshabitados, pero en otros la pérdida de censo ha sido reciente. Quintanilla Cabe Soto, Movilla, Caborredondo, Bárcena de Bureba, Silanes y Valdeornedo han perdido toda su población. Algo parecido ha sucedido con localidades como Morcillo o Soto de Bureba. Frente a los aproximadamente 70 vecinos que tenían en 1960, hoy a duras penas mantienen unos pocos habitantes censados. La presencia humana resulta testimonial.

Vitorina vive sin luz

En Tejada, localidad de la comarca del Arlanza, la densidad de población no alcanza ni dos habitantes por kilómetro cuadrado. Teniendo en cuenta que la Unión Europea considera despoblado un territorio cuando tiene menos de ocho habitantes por kilómetro cuadrado, Tejada es un desierto demográfico. Está biológicamente muerto. La situación de una de sus vecinas resulta increíble. Vitorina Nebreda vive sin luz, su relación con el resto es nula… salvo con el tendero. Cuentan los vecinos que le deja una nota en la ventana con lo que necesita. Una vez éste introduce los víveres por la reja, Vitorina le paga y ahí termina su contacto con el mundo.

“El futuro de los pueblos no es muy halagüeño”, según un sociólogo

Saliendo de Tejada, dirección Santo Domingo de Silos, aparece Barriosuso. El acceso es complicado, su carretera no mide más de dos metros de anchura. Lo habitan cinco personas. No disponen de autobús para acercarse a Burgos. El médico tampoco llega hasta allí sino que son los propios vecinos los que deben desplazarse hasta el pueblo más cercano. “Más vale que no te pase nada aquí”, lamenta Martiniano Santamaría, vecino a temporadas, ya que el invierno lo pasa en la capital junto a sus hijos.

Plaza mayor de Barriosuso

Plaza mayor de Barriosuso

Otro de los problemas de la inminente desaparición de estas aldeas es el abandono de todo el bagaje histórico, cultural y patrimonial que atesoraban. Un estado de deterioro irreversible en el que han caído muestras de arte románico de extraordinaria calidad. Dice el refrán que quien tiene padrino, se bautiza. Pues bien, en Quintanilla de las Viñas sus dos o tres vecinos se mantienen atados a la vida gracias a la ermita visigótica que acopian. La localidad cuenta con un ermitaño que, según comentan los vecinos, gana más con las propinas de los turistas alemanes que con su sueldo. “Como aprieta la ermita, arreglan la carretera, sino estaría totalmente abandonado”, comenta Jacinto Eras, residente del municipio.

Ermita de Quintanilla de las Viñas

Ermita de Quintanilla de las Viñas

“En 15 años quedarán totalmente vacíos”

Puede que la última oportunidad para seguir con vida sea su conversión en lugares de residencia vacacional y de descanso. Son muchos los vecinos que han reformado su casa o construido nuevas viviendas, acudiendo al pueblo siempre que sus trabajos se lo permiten. Pese a ello, el 75% de la población rural supera los 70 años. “El futuro de los pueblos no es muy halagüeño”, decía el que fuera sociólogo y antropólogo de Ciruelos de Cervera, a apenas ocho kilómetros de Tejada. “Creo que en quince ó veinte años los pueblos, durante la mayor parte del año, van a quedar totalmente vacíos”. Vacíos durante el año pero con ciertos halos de luz y de esperanza en épocas veraniegas, con motivo de las fiestas patronales, de algunas tradiciones como las marzas o en Semana Santa. Puede que muchos queden abandonados absolutamente y se limiten a reseñas en las carreteras, en los mapas o en el carné de identidad de sus antiguos moradores.

Con el verano llegarán las bicicletas pero, ¿y durante el resto del año?. “Si los pueblos ven reducir su padrón de habitantes, los recursos para mantenerlos decentemente van a ser muy escasos y si no se cuenta con aportaciones personales será muy difícil conservarlos en unas condiciones mínimas de habitabilidad”, explicaba Represa, encargado del Archivo Municipal de Ciruelos de Cervera. Un pueblo en el que no ha habido ningún nacimiento desde el ya lejano 1983. Una localidad que en las últimas tres décadas ha perdido el 50% de su población. En definitiva, Burgos, un páramo rural.

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