El suicidio demográfico es una realidad en la localidad burgalesa de Ciruelos de Cervera. Su habitante más longevo cree que en dos años desaparecerá el pueblo. “En la España de toda la vida abundaban los niños y predominaban las familias numerosas. No éramos un país rico, pero vibrábamos de vida. Así fue hasta hace un cuarto de siglo o poco menos. Ahora vivimos en un país donde cada vez se peinan más canas y en el que la chiquillería brilla por su ausencia».
Félix tiene 85 años. Nació un 2 de mayo en Ciruelos de Cervera, Burgos. La Segunda República apenas tenía 18 días de vida. Es, o mejor dicho era, el sexto de ocho hermanos. Después matiza: el octavo de diez. El primero de la saga falleció con tan sólo tres meses y al segundo se lo llevó un ataque de meningitis a los siete años. Mientras bebe una manzanilla en pequeños sorbos recuerda que, según le contaron, nació en su propia casa y que durante el parto su madre recibió la ayuda de «la Isidora, la madre del Mauro».
Actualmente, sólo su hermano Pancracio, de 82 años, y él viven. Apenas coinciden unos días al año, casi siempre en verano, cuando éste se escapa de Barcelona. «Esta vez le vi bastante bien, oye», dice tras aclarar que hace un tiempo estuvo «entre Pinto y Valdemoro» por una afección en el hígado. Él, por su parte, apunta que siempre merienda un yogur a las siete de la tarde y que no come mucho porque «no es bueno». En su dieta no faltan las judías una vez a la semana y el pescado para la cena: «Me mantengo entre 80 y 81 kilos».
«En dos años este pueblo desaparecerá, nadie tiene ilusión por él»
Félix es también el más longevo de todo el pueblo. Allí vive los 365 días del año. Hoy, aquel chaval que creció rodeado de 70 mozos pasea sólo por las calles de Ciruelos. Lamenta no tener con quién hacerlo, al menos en invierno, cuando el municipio no supera los 25 habitantes. Asegura que está «aburrido» de ver la televisión pero si hay una película del oeste no la perdona. «Muchas veces estoy solo y no tengo con quién hablar», continúa para poco después soltar su premonición: «En dos años este pueblo desaparecerá, nadie tiene ilusión por él». Puede que no le falte razón. Al menos las estadísticas están de su lado. Los últimos datos del INE, publicados esta semana, revelan que en el primer semestre del año vinieron al mundo 1.305 burgaleses y fallecieron 1.926. «Todo tiene un principio y un final en esta vida y hay que llevarlo lo mejor que se pueda», dice al tiempo que apura la manzanilla.
Abril del 48
Mientras tanto, prefiere hablar del pasado. Dice que recuerda mejor lo que sucedió hace 70 años que lo que hizo ayer. Y da buena muestra de ello. Recupera su época de estudiante en una escuela, la de Ciruelos, en la que había cerca de 40 mozos y unas 50 mozas. La melancolía vuelve a apoderarse de él: «Fíjate y ahora nadie». Él, uno de los pocos solteros de entonces, habla incluso de que «alguna vez sí tuvo novia» pero aquello no cuajó. Cambia rápido de tema. Evoca otros episodios. Y sin saber muy bien porqué se arranca a hablar sobre el fuego que arrasó la pedanía de Briongos. «Estábamos el Apro y yo tomando el sol fuera del corral cuando apareció el Clemente con la bicicleta para avisar de que había fuego. No sabíamos si creerle porque entonces lo decían muchas veces aunque fuera mentira».
En el primer semestre de este año vinieron al mundo 1.305 burgaleses y fallecieron 1.926, según el INE
Ambos decidieron poner rumbo hacia Briongos. A pata, eso sí. «Adelantamos a la Toribia y a la Lauren que iban a lavar la ropa y llegamos los primeros», dice haciendo alarde de su memoria. Y continúa: «Allí estaba el Hilario, que nos tiró por la ventana unas alubias, tampoco muchas, y después le dijimos que saltara él porque si no iba a arder. Después fuimos a la casa del tío Sotero y antes de tirarse nos echó unos garbanzos y unas sartas de chorizos». Tampoco pasa por alto que «el Piano» y el tío Sotero se subieron al tejado o que el maestro se desplazó en macho hasta Oquillas (a unos 20 kilómetros) para llamar a los bomberos. «Tardaron, por lo menos, tres horas en llegar». El fuego arrasó el 75% del pueblo. Fue un 6 de abril de 1948.
«Los curas eran terribles»
Accidentes al margen, también tiene tiempo para hablar de las juergas que se corrían de jóvenes. «Algunos las preparaban de mil hostias», espeta. Habla del Carnaval y de que nunca llegó a disfrazarse porque estaba prohibido. En una ocasión, cuenta, el cura arrancó las máscaras «a tortazos» a una cuadrilla que se saltó el veto y después el alcalde les impuso como arresto que le llevaran «un viaje de leña». Por si hubiera dudas se encarga de mencionar que lo partían con hacha, «no como ahora», y de lanzar una pulla a la Iglesia: «Los curas de entonces tenían un poder terrible».
Vuelve a mirar el reloj. Son las siete menos cinco. Ya lo había advertido. Siempre merienda a en punto. Se planta el gorro y muleta en mano se acerca hasta la barra para dejar la taza de manzanilla ya vacía. «Hasta otro rato».
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