A ella le encontrarán en Vadocondes. A él en Zazuar. Dos pueblos burgaleses en los que además de sanitarios, muchas veces ejercen de psicólogos y consejeros con los vecinos. A ellos recurren para casi todo: desde echarles un colirio hasta cuando necesitan hacer una fotocopia o, incluso, con cualquier duda que les surge con el WhatsApp. La clave de su particular receta de la felicidad es sencilla: vocación más medio rural. “Nuestro trabajo es un lujo”, dicen.

Es jueves por la tarde y a Marisa Núñez, la farmacéutica de Vadocondes, le toca hacer ruta por Santa Cruz de la Salceda, La Vid y Guma. Esta vez el recorrido se limita a los dos primeros pueblos, puesto que en el último no hay ni una sola receta que llevar. Cosas de la despoblación. O tal vez de que los cerca de 40 vecinos gumenses gozan de buena salud. Quién sabe.

Antes de lanzarse a la carretera, Marisa prepara todos los pedidos. Una caja de Adiro por aquí. Otra de paracetamol por allá. Recorta los códigos de barras con un cúter y los pega en una hoja aparte. Después, empaqueta todas las medicinas de cada persona en una bolsa de papel, en la que escribe su nombre y grapa el ticket de compra. Un trabajo que se ventila en unos 20 minutos: al fin y al cabo, son cinco encargos en Santa Cruz y uno en La Vid.

Entre tanto, recibe la visita de uno de los dos proveedores de medicamentos que atiende sus pedidos. En esta ocasión, llega desde Burgos. Por las mañanas lo hace otro de Valladolid. Y así todos los días: la primera entrega de medicinas se produce a eso de las 7 de la mañana y la segunda unos minutos antes de las 5 de la tarde. “El servicio es fantástico”, aplaude Marisa, que, tras coger una cajita roja con monedas para el cambio, deja las luces de la farmacia encendidas. De esta forma, los vecinos de Vadocondes saben que regresará en un rato. Ellos mismos le pidieron que lo haga así. Y ella lo cumple. Cuelga en la puerta un cartel con la hora de vuelta aproximada -las 17:40- y comienza el recorrido.

Apenas seis kilómetros separan Vadocondes de Santa Cruz de la Salceda, donde viven unas 50 personas durante todo el año. Cinco hombres, ni uno más ni uno menos, le esperan en la plaza. “Vienes toda pertrechada”, le espeta uno de ellos nada más verla. ¿Será por el chaleco de pieles que viste? Ella a lo suyo. “Florencio, aquí tienes lo tuyo. José María esto es para ti, son 9,25 euros. ¿Qué tal Pedro? ¿Todo bien?”. Antes de disolverse el corrillo, un paisano le invita a un café.

“Aquí la gente es muy agradable. Te valoran y te respetan, es otra mentalidad”, dice Marisa, que apenas lleva 15 meses al frente de la farmacia de Vadocondes tras más de 20 años trabajando en una de Burgos capital, donde lo único que importaba era vender y vender. Llegó a renegar de su profesión hasta que conoció la farmacia rural.

Ahora, más contenta no puede estar. Decidió dar un giro de 180 grados a su vida y ha dado en el clavo: “Es un lujo. Se vive fenomenal. Tienes una calidad de vida que no tiene nadie. No hay apenas estrés, aparcas al lado de casa, el trato con la gente es muy bueno. Todo es más fácil, no se puede comparar con la ciudad”. Marisa tiene claro que “si todo el mundo estuviera en el trabajo como nosotros, esto sería ‘El mundo feliz’”. Ahí es nada.

Agustín también destaca el trato cercano que les permite su trabajo de farmacéuticos rurales: “Con cualquier cosa que necesiten van a la farmacia. Para apretarles el pinganillo del oído o porque no les funciona el WhatsApp. Somos el único sanitario que está todo el día en el pueblo, el psicólogo y todo lo que haga falta. Somos samaritanos”. A lo que Marisa añade: “Tienes que implicarte mucho y que te guste ayudar a la gente”.

Vamos que la rebotica es casi casi como un confesionario. De hecho, dice Agustín, que gestiona la farmacia de Zazuar desde hace 10 años, que muchas personas se acercan para contarle algo que les pasa, se desahogan y se marchan: “Lo mismo están preocupados por una tierra o porque han discutido con su hermano. Les ayudas como buenamente puedes y se van más contentos”.

“Tienes que implicarte mucho y que te guste ayudar a la gente”

El trato es tan sumamente cercano que hay quienes no tienen ningún tipo de pudor en plantarse en la farmacia y bajarse los pantalones para enseñar al farmacéutico una verruga, una herida o lo que se tercie. Cuentan que otros van para que les unten una crema en la espalda y que hay quienes les piden que les echen gotas en los oídos. “Eso es bueno. Refleja confianza”, dicen los dos. No obstante, una cosa no quita la otra y “a veces pasamos más vergüenza nosotros. Ellos no tienen pudor. La farmacia es como su casa”, relatan entre risas. De hecho, apuntan que el 80% de los clientes van a la ‘botica’ en zapatillas de estar por casa.

La cosa no queda ahí. Los vecinos también saben cuando Marisa o Agustín tienen algún día torcido. “Nos notan si nos pasa algo, si tenemos mucho trabajo, si estamos nerviosos por algún motivo…”. Ya ven, la complicidad es total y absoluta.

La ruta sigue. Desde Santa Cruz de la Salceda, Marisa se desplaza hasta La Vid, a 12 kilómetros. También en la plaza le espera Joaquín, que se ocupa de recoger la medicina de su nieto. Lleva una gorra en la que pone “soy motero”, viste un jersey verde y una cazadora de color azul marino, que no se abrocha pese al helador frío de enero. “Adiós Joaquín”, se despide Marisa -encantada con la gente de este pueblo por su especial amabilidad- tras darle un paquete. “Pasadlo bien”, contesta él. Ya sólo queda regresar a Vadocondes: 8,2 kilómetros para ser exactos.

En el caso de Agustín, tiene el botiquín de Quemada y San Juan del Monte, a 2,4 y 5 kilómetros, respectivamente, de Zazuar. A diferencia de Marisa, él no va por las mañanas a los pueblos para recoger las recetas que el médico suele dejar en el buzón, sino que el doctor le llama por teléfono y se las va cantando una a una.Además, junto con otros cinco pueblos tienen contratado a otro farmacéutico –Luis– que trabaja durante todo el año por quincenas en cada una de las siete farmacias rurales ‘asociadas’. Luis les cubre las vacaciones, de 45 días. Y él mismo, obviamente, tiene su mes libre. De él destacan lo buen trabajador y, sobre todo, buena persona que es.

Calidad de vida rural

En líneas generales, Marisa y Agustín trabajan seis horas al día, incluido el reparto por los pueblos. Unas 30 horas semanales. No hacen guardias y tampoco trabajan sábados ni domingos. En verano la historia cambia. Julio y agosto son meses de mucho trajín. La población en los pueblos aumenta considerablemente y con ello el trabajo de los farmacéuticos rurales. No obstante, todo lo que facturan en esos dos meses -en los que sí abren los sábados- les sirve para aguantar mejor el resto del año.

Nada que ver con una ciudad, donde las jornadas tienden a las 12 horas diarias. Nada que ver tampoco con el trato que tienen con la gente. Sí, una vez más el trato. Porque como dice Marisa “aquí no vendes un Frenadol, cobras nueve euros, vendes otro, cobras y sigues vendiendo. Aquí vendo un Frenadol y la persona está 15 minutos conmigo. Prima el bienestar de la gente del pueblo. Yo me encargo de que entiendan bien lo que toman, cuándo lo tienen que tomar y cuántas veces. Si veo que tienen dudas, no se van de la farmacia hasta que lo entiendan”. Conocen a todas las personas por el nombre y a su familia y eso es algo que no cambian “por nada del mundo”.

«Aquí la gente es muy agradable. Te valoran y te respetan»

Agustín se muestra convencido de que “la gente va a tener que volver a los pueblos” dado que ciudades como Madrid se están convirtiendo en un agujero negro en el que cada día es más difícil caber y vivir. Él estudió la carrera allí y tuvo suficiente. Sus raíces estaban y están en Guma y por eso una vez acabados los estudios, volvió al pueblo. Los veranos hizo prácticas en la farmacia de Vadocondes, después trabajó por quincenas en el citado grupo de pueblos y más tarde se hizo con la licencia de la farmacia de Zazuar.

Es una excepción entre sus amigos, quienes reconocen tener cierta envidia al ver que “vive de maravilla”. Él, por su parte, lamenta que mucha gente considere los pueblos como un recreo al que sólo se acude algún fin de semana y en verano. En el caso de Marisa, son al menos cuatro amigas las que trabajan en farmacias rurales.

Excepción o no, ninguno de los dos contempla su futuro fuera de Vadocondes y Zazuar. Están donde quieren estar. Se sienten afortunados. Perciben como propios dos pueblos en los que no nacieron, pero ‘se hicieron’. También se muestran convencidos de que esta zona goza de buena salud demográfica. De hecho, en Vadocondes nacieron dos niños en septiembre y hay otro de camino en julio. “A mí me nació uno en noviembre”, remata Agustín. Ese “me” lo dice todo. Denota implicación, pasión y arraigo a partes iguales. ¿Cómo dos farmacéuticos no iban a tener la receta para vivir bien en un pueblo?